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Julia dormía serena como no lo había hecho en días. La pista dejada por Isaac le había devuelto la esperanza en el proyecto, en la lucha contra la adversidad. La doctora había pasado el resto del día haciendo preparativos y preguntándose en qué punto de la catedral podría encontrar la siguiente pieza del rompecabezas. Samuel, ignorante y frustrado, se había dedicado a beber hasta caer rendido en el sofá del salón.
La noche inundaba Salamanca y la luna creciente filtraba su luz plateada en el dormitorio en el que Julia dormía. Pese a la época del año en la que se encontraba, la doctora se había apropiado de una sudadera deportiva de Samuel y la llevaba puesta como pijama. Su cabello negro tapaba parte de su mejilla y se mecía con la leve brisa que entraba del exterior. Respiraba calmada, en paz. Esa noche no se reencontraría con sus pesadillas, con las persecuciones, con las imágenes de Isaac despidiéndose de ella una y otra vez. Era un primer paso, pequeño, pero lo suficientemente grande como para devolverle algo de la felicidad arrebatada.
El silencio se había adueñado del apartamento, una quietud agradable y pacífica. Era un silencio que se vio interrumpido por un ruido en la puerta de la vivienda. Algo hurgaba en la cerradura, con maestría y pericia, pero, aún así, rompiendo el pacífico silencio que, hasta hace unos momentos, reinaba en el lugar. La puerta se abrió lo justo como para que una ágil sombra se deslizara por la abertura y volviera a cerrar con cautela. La figura inspeccionó con profesionalidad el lugar en el que se encontraba. Miró primero en la vacía cocina y luego se dirigió al salón en el que dormitaba Samuel. El intruso vio al fotógrafo, que yacía inconsciente en uno de los extremos del sofá, y dudó entre matarlo limpiamente o dejarlo estar. Acarició la culata de su pistola, pensativo. Samuel no era el objetivo, la prioridad era acabar con la doctora Murillo, esa fuente de problemas que ya se le había escapado en dos ocasiones.
La sombra del asesino se apartó del salón y se internó en la casa, como si supiera exactamente dónde tenía que dirigirse.
Julia seguía en la misma postura aunque, en ese momento, estaba acariciándose sonámbula los brazos. Era una imagen que sorprendió al veterano asesino cuando entró en el dormitorio y que a punto estuvo de hacerlo reír por lo surrealista de la situación. La luz de la luna iluminó por primera vez al intruso y reveló su rostro chupado y esquelético. Desenfundó su arma mientras pensaba en el atentado fallido en el apartamento de la doctora. Después vino la malograda persecución en el hospital, otra mancha en su historial. Hoy todo iba a terminar. Julia dejó de acariciarse y murmuró algo en sueños. El asesino hizo caso omiso mientras colocaba el silenciador en su arma, ya habría ruido por la mañana cuando encontraran el cadáver de Julia.
Mark Birdsall, experto sicario, asesino temido y respetado, hombre sin escrúpulos ni remordimientos, levantó el brazo derecho en el que empuñaba la pistola y apuntó. Se mantuvo así un par de segundos y apretó, no, acarició el gatillo de su arma con su mano enguantada en cuero. Se escuchó un ruido como de succión y la bala abandonó el cargador para salir disparada en busca de una presa. El proyectil surcó la distancia que lo separaba de su objetivo y lo alcanzó con rapidez abriéndose paso entre ropa, carne, músculos y órganos. La sangre comenzó a manar inmediatamente a borbotones intermitentes, la bala había alcanzado una arteria, era una herida fatal. Mark sonrió con autocomplacencia, había sido un disparo difícil a un blanco en movimiento, pero su habilidad era casi legendaria. Era cuestión de tiempo que el doctor Smithson cayera desangrado en algún rincón del edificio de oficinas en el que se había refugiado. La emoción de la caza, una vez más, repartía endorfinas por todo el metabolismo de Mark.
Isaac cerró la puerta tras él y se detuvo un momento a comprobar la gravedad de su herida. Le ardía el costado y cada vez le costaba más mantenerse erguido, no pintaba bien. Con un esfuerzo inmenso se quitó la chaqueta y, después de hacerla un ovillo, se la colocó allí donde la sangre empezaba a empapar su camisa. No detendría la hemorragia pero, por lo menos, evitaría dejar un rastro de sangre que facilitara la tarea a su perseguidor. El doctor herido trastabilló por los pasillos del desierto edificio hasta que no pudo más. Cuando sintió que las fuerzas lo abandonaban, se escondió en el interior de un diminuto cuarto de la limpieza, allí esperaría su final y trataría de avisar a Julia, su Julia…
Mark no corrió ni se precipitó de modo alguno. Sabía que su presa no llegaría lejos y no iba a cometer ningún error ahora que el fin de la cacería estaba tan cerca. No era el único asesino contratado por el Núcleo, pero era el mejor y, en cierta forma, el encargado de todas las operaciones de “disuasión”. Mark sonrió. Disuasión sonaba mucho más profesional que asesinato, tortura o secuestro, eso desde luego. El nombre era lo de menos, Mark era el mejor en su trabajo y seguía las órdenes hasta sus últimas consecuencias.
El frío asesino llegó al recibidor del edificio y examinó el suelo. Un charco de sangre se expandía sobre el mármol blanco allí donde Isaac se había detenido. Más adelante parecía que se perdía el rastro, como si el herido se hubiera esforzado en ponérselo difícil. Mark avanzó con lentitud sin dejar de buscar una pista que lo guiara en aquel laberinto de oficinas. El suelo estaba impoluto, pero, en una de las paredes, se perfilaba la inconfundible huella de una mano ensangrentada. En su obsesión por no dejar un reguero de sangre, Isaac no había caído en lo que las paredes podían contar. Mark siguió las huellas, cada vez más frecuentes, hasta que estas desaparecieron junto a una puerta. Por el letrero se adivinaba que era un cuarto de servicio, no había escapatoria posible y la sangre que se filtraba por la rendija desvelaba la gravedad en la que se encontraba el doctor. Mark intuyó que Isaac se había sentado contra la puerta así que apuntó con su arma al punto en el que éste imaginaba que se encontraba la cabeza del herido. Por segunda vez en esa noche, Mark disparó su arma y, por segunda vez también, hirió a Isaac Smithson, esta vez matándolo en el acto.
El recuerdo de aquella noche en Austin invadió los pensamientos de Mark en cuanto la botella de ginebra que Samuel empuñaba se estrelló contra su cabeza. Un fogonazo blanco frente a sus ojos, restos de vidrio y su consciencia desvaneciéndose. El brazo que apuntaba con la pistola a Julia descendió y dejó caer el arma. Todo su cuerpo caía, pero el asesino sólo pensaba en lo fácil que fue acabar con Smithson. Julia se le escapaba por tercera vez. Julia, Julia…
El ruido despertó inmediatamente a Julia que, para su horror, se encontró con una imagen de pesadilla. Samuel, empuñando una botella rota, estaba detrás del hombre que ya intentara darle caza en el hospital. El intruso se había llevado un buen golpe en la cabeza y caía al suelo con una expresión de sorpresa y resignación. No hizo falta atar muchos cabos, en cuanto la doctora vio el arma en el suelo supo que no se trataba de ninguna broma.
—Nos vamos, ahora —dijo Samuel dejando caer los restos de la botella.
Julia no discutió con el hombre que le había salvado la vida por segunda vez. En pocos minutos ambos se habían vestido y, con las pocas pertenencias que consideraron útiles, habían abandonado el apartamento convencidos de que su perseguidor no se levantaría de nuevo. La primaveral noche salmantina los envolvió mientras se perdían por los callejones de aquella mágica ciudad en la que se jugaba el futuro del proyecto Artemisa.