ARTEMISA (IV)

Publicado: 25 junio, 2013 en Relatos
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PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

Julia seguía oculta en el aparcamiento del hospital de la Santísima Trinidad. Llevaba varias horas escondida entre dos coches, vestida con la bata de hospital verde pálido, sus zapatillas Nike y releyendo una y otra vez la carta del doctor Smithson. El corazón le había dado un vuelco al ver la letra de su querido Isaac y, por un momento, había albergado esperanzas de que todo hubiera sido un error o un mal sueño. La realidad era la que era, él estaba muerto y ella sólo contaba con un trozo de papel escrito hacía meses para tratar de salvar el proyecto.

Había llorado, claro, había llorado hasta tener los ojos secos, pero lo peor era saber que Isaac estaba mejor preparado que ella aún estando muerto. La misiva en sí no tenía mucho escrito. En ella, el doctor Smithson explicaba que esa carta era un envío programado, su plan de contingencia alternativo, para ayudarla a sobrevivir. Isaac había previsto su más que posible muerte y había tomado medidas para poder guiar a Julia si ésta se producía. Había pensado en todo y la doctora Murillo lo odiaba por ello.

La noche había llegado por fin a Salamanca y Julia asomó la cabeza por entre los vehículos. Se incorporó y miró a través de la ventanilla del viejo Seat que tenía a su lado, no vio a nadie en el aparcamiento. Se deslizó hacia la salida ocultándose detrás de cada coche hasta que llegó a la rampa que conectaba con la calle principal. Una corriente de aire helado le llegó desde el exterior haciendo que un escalofrío recorriera toda su espalda. Se intentó cubrir con la pobre bata mientras dudaba del siguiente paso a dar, sabía que había mucha gente buscándola, pero no tenía otra opción, debía abandonar el hospital. Intentó subir agachada pero las múltiples heridas, frutos de la explosión, le aguijonearon todo el cuerpo con intensas punzadas de dolor. Se inclinó y se apoyó en las rodillas mientras unos puntos rojos aparecían en su bata de hospital. No le quedó más remedio que caminar erguida por la cuesta sabiendo que atraería cualquier mirada. Por un momento creyó escuchar voces y se detuvo con los cinco sentidos en estado de alerta. Esperó unos pocos segundos que le parecieron horas hasta que estuvo segura de que estaba sola y, después de susurrarse palabras de aliento, prosiguió el ascenso. Metro a metro, palmo a palmo, alcanzó la calle y se le cayó el alma a los pies. La actividad en la puerta del hospital era febril, decenas de personas repartían instrucciones y acosaban a cualquiera que intentara salir o entrar al recinto. Julia sabía que la buscaban a ella, iba a ser imposible salir de allí.

La cabeza de la doctora trabajaba a contrarreloj tratando de idear un plan factible. Frente al hospital discurría una ancha avenida que, a esas horas, todavía tenía bastante tráfico. De no haber estado herida, Julia sabía que habría podido cruzar la calzada corriendo antes de que nadie se diera cuenta. El problema radicaba en que, en su lamentable estado, era más que probable que acabara atropellada por una furgoneta. La impotencia hacía mella en la entereza de la doctora que ya dudaba de la importancia de su misión. Sacudió la cabeza tratando de ahuyentar esos pensamientos pues era perfectamente consciente de lo mucho que importaba el proyecto Artemisa, el futuro de la humanidad pendía de un hilo.

Cerró los ojos y trató de serenarse. ¿Qué habría hecho Isaac si se hubiera visto en esa situación? La pregunta quedó sin respuesta y Julia no pudo evitar recordar a su añorado compañero. Pensaba en su pelo negro veteado de canas, en la mancha de nacimiento con forma de corbata que tenía en la sien, en su valentía, su paciencia… ¡Paciencia! Julia pensó en lo diferentes que habían sido siempre y en cómo sus caracteres chocaban día sí y día también. Ella era un culo inquieto, no podía parar de experimentar y rara vez se detenía a reflexionar en posibles alternativas a un problema. Isaac, por el contrario, meditaba todas las variables y no dudaba un segundo si había que retroceder un paso para ver las cosas con perspectiva. El doctor Smithson habría optado por volver a la seguridad del aparcamiento y, una vez allí, esperar a que las cosas se calmaran lo suficiente como para intentar huir. Eso es lo que habría hecho Isaac y Julia comenzó a descender por la rampa sintiéndose más tranquila y confiada.

Se encontraba a mitad de camino cuando escuchó ruidos y voces que venían del aparcamiento. Gracias a la acústica del lugar, Julia podía oír las conversaciones como si estuvieran teniendo lugar a escasos metros.

—Entre los coches, buscad entre los coches —dijo una voz grave y masculina.

El instinto de Julia hizo que la primera reacción de ésta fuera girarse rápidamente para volver a subir la rampa. Un grito de dolor se escapó de sus labios cuando las heridas se abrieron más con el brusco movimiento.

—¡Fuera, mirad fuera! —ordenó la autoritaria voz.

El ruido de pasos creció y la doctora Murillo tuvo que sacar fuerzas para arrastrarse cuesta arriba pese a los terribles dolores. Acababa de llegar a lo alto cuando, de la entrada del aparcamiento, surgió el grupo perseguidor encabezado por un esquelético hombre trajeado que parecía ser el líder. El desconocido la señalaba mientras hablaba por un walkie talkie que sujetaba con la mano libre. Julia se incorporó como pudo dejando ver los surcos de sangre que manchaban su bata, se sentía mareada y algo desorientada. Miró hacia la puerta principal del hospital y vio que toda la gente que antes abarrotaba el lugar corría hacia donde ella se encontraba. Con un grupo  de perseguidores subiendo desde el parking y el otro llegando desde el hospital, a Julia sólo le quedaba una opción suicida: atravesar a la carrera la calle.

Julia dio un par de pasos temblorosos antes de atreverse con un ritmo más elevado y se dirigió hacia los coches mientras un grupo de veinte personas le pisaba los talones. Esquivó un coche a costa de abrir más sus heridas, alcanzó a duras penas el centro de la avenida y allí las fuerzas la abandonaron. Cayó de rodillas en mitad del carril mientras lloraba de impotencia y dolor. El esquelético perseguidor había alcanzado la acera y una mueca triunfal se dibujaba en su angulosa cara, era la sonrisa del cazador que sabe que la presa está abatida.

La doctora Murillo alzó la vista y vio las dos luces de un coche que se acercaba a toda velocidad sin dar señales de haberla visto. Julia cerró los ojos dispuesta a aceptar su destino, pero escuchó un frenazo y el ruido de una puerta abrirse.

—¡Julia, sube, joder! —Dijo una voz que para nada le resultaba familiar.

Julia se atrevió a abrir los ojos y vio a un atractivo hombre que le hacía señas desde el interior de un todoterreno. Aunque el rostro le parecía familiar, la doctora estaba segura de que no lo había visto en la vida. Estaba a punto de girarse cuando, por casualidad, vio que el desconocido tenía una curiosa marca de nacimiento con forma de corbata en la sien. Julia, rozando la inconsciencia, subió al coche con la ayuda del hombre que la acomodó en el asiento delantero tratando de evitar agravar más las heridas de la mujer. El motor del todoterreno rugió y la doctora Murillo huyó rescatada por el recuerdo de Isaac Smithson.

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