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Ohjra-Rro (I)

Publicado: 24 septiembre, 2013 en Relatos
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Comienzo aquí un nuevo relato en serie (sí, soy consciente de que tengo más de una entrega pendiente de Artemisa, en breves la tendréis) en el que voy a tratar de explorar un género que me apasiona y que encuentro muy difícil de manejar: la fantasía. Me lo voy a tomar con calma, sin demasiada ambición, va a ser un ejercicio de mejora así que espero que perdonéis los muchos fallos y meteduras de pata que cometa. Ni qué decir tiene que las críticas son siempre bien recibidas y que me ayudan a seguir aprendiendo y mejorando. Sin más preámbulos os dejo con la primera entrega de Ohjra-Rro.

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Nadie en el mundo manejaba con tanta pericia letal la Ohjra como los habitantes del Desfiladero Azul. El arma, a medio camino entre un sable y una navaja común, parecía bailar en la mano de los mortales guerreros del clan mientras la utilizaban como una prolongación natural de su cuerpo. Llevaba casi dos décadas el transitar todo el camino del Ohjra-Rro, el camino del guerrero, y no todos los que lo empezaban sobrevivían al aprendizaje. Ser un guerrero del clan era un gran honor, si, pero era ante todo un sacrificio.

Tuch acababa de cumplir diez años y ante él se abrían las dos posibilidades que todo joven Cli-Ne se encontraba al alcanzar la primera década de vida. Al convertirse en miembro de pleno derecho del clan, un Cli-Ne decidía entre dos caminos: por un lado podía tratar de convertirse en un Ohjra-Rro, con todos los riesgos que ello conllevaba, o podía centrarse en las tareas de gestión y gobierno, ser un Birn-Teh. En el clan no había nadie mejor que nadie.

El día empezó como otro cualquiera, como si el universo no se hubiera dado cuenta de lo especial que era aquel momento para Tuch. El joven tuvo un agrio despertar cuando sus dos hermanos mayores, Trogh y Triveth, vaciaron sobre él un cubo lleno de agua helada. Tuch saltó del camastro de paja en el que dormía y trató de vengarse de sus hermanos en vano, ya que ambos eran mucho más corpulentos y contaban con casi siete años de entrenamiento de Ohjra-Rro. No, el pequeño Tuch no podía hacer nada más que no fuera gritar y agitar el puño amenazadoramente. Después de que Trogh y Triveth se hubieron divertido lo suficiente, abrazaron con fuerza a su hermano y le ayudaron a vestirse con las tradicionales ropas ceremoniales que Tuch vestiría por primera y última vez a lo largo de aquel día.

El hogar en el que vivían los tres hermanos estaba más vacío de lo que lo había estado en el pasado. Memh, la madre, había muerto al dar a luz a Tritah, una niña enfermiza que falleció también a la temprana edad de cinco años. Mitboh, el cabeza de familia, era un respetado Ohjra-Rro y como tal pasaba largas temporadas fuera del poblado, protegiéndolo de las peligrosas incursiones que los Hombres Gusano, ancestrales enemigos, llevaban a cabo de cuando en cuando. Era una vida solitaria, pero los tres jóvenes se apoyaban mutuamente y se daban todo el afecto que no podían conseguir por las vías habituales. Esa mañana, Tuch echó de menos la reconfortante presencia de su madre, quizás ella lo habría ayudado a elegir qué camino tomar. Ohjra-Rro o Birn-Teh, Tuch no lo tenía nada claro.

LA BRUJA

Publicado: 11 septiembre, 2013 en Relatos
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La bruja miró en el corazón del campesino y leyó su alma como si de un libro abierto se tratara. El joven no podía saberlo, ignoraba el poder de la hechicera, pero sus secretos más profundos se mostraban desnudos ante la poderosa mirada de la anciana. Había ido buscando respuestas pero sin confiar en obtenerlas. Era escéptico y, por lo general, sólo creía en aquello que podía ver y tocar.

El escrutinio duró lo que parecieron horas. Sólo se escuchaba el graznido de un cuervo y el sonido del viento al filtrarse por las rendijas de la choza. La cabaña en sí era un lugar mágico. Hoy estaba aquí, mañana allí y al día siguiente quizás no estaría ni aquí ni allí. Todo aquel que visitaba a la bruja lo hacía siguiendo el mismo camino: el sendero de la vida. Tarde o temprano, si el corazón se sentía preparado, el camino se materializaba bajo los pies del buscador y lo guiaba hasta las respuestas de la anciana. Respuestas era lo que todo el mundo buscaba, pero preguntas es lo que obtenía.

El campesino se amilanó a ojos vista, aquello no era para lo que había venido. De pronto, las barreras de su mente cedieron por completo y un torrente de emociones y pensamientos se mezclaron en su cabeza. Ideas felices, sueños, tristeza, nostalgia… Todos los sentimientos que hasta ese momento habían permanecido aislados se encontraron y convivieron en perfecta anarquía. La bruja cedió en su empuje y sonrió al ver que la mente del joven se quebraba en miles de millones de fragmentos. El campesino estaba roto.

El campesino abre los ojos, está solo en el claro de un bosque. No hay rastro de la bruja ni de su cabaña, ni siquiera se escucha el graznar del cuervo. Se levanta con las lágrimas todavía brotando de sus ojos apagados. Es la misma persona, pero a la vez es diferente. Está roto, no tiene respuestas, sólo un montón de preguntas. Vuelve a caminar por el sendero que lo ha traído hasta ahí, vuelve a recoger los pedazos de su mente y los junta de diferente forma a como estaban antes. Obtiene ahí su primera respuesta. El campesino sonríe y se despide mentalmente de la bruja, aunque sabe que tarde o temprano volverá a acudir a ella en busca de más… ¿respuestas?

TIC TAC

Publicado: 27 agosto, 2013 en Relatos
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Cuenta una historia que hace tiempo —mucho o poco depende de cada uno— existieron tres amigos inseparables. Seguramente estarás pensando en tres personas como tú y como yo, pero te equivocas. Estos tres amigos eran tres varillas de metal, eran las manecillas del primer reloj mecánico que se inventó.

El inventor que los creó vivía obsesionado con el paso del tiempo. Su mente estaba siempre recordando los maravillosos artefactos que ya había fabricado e imaginando los increíbles artilugios que estaban por venir. Rara vez disfrutaba el presente y vivía atormentado por este problema. Un día cogió un trozo de metal, le dio forma y lo cortó en tres pedazos. En el primer corte, el inventor tenía miedo de pasarse y que le saliera un trozo demasiado largo, como otros que había cortado hacía tiempo, así que obtuvo un fragmento muy pequeño al que llamó Nora. En el segundo quiso compensar su anterior fracaso, pensando en lo que dirían de él más adelante, pero acabó teniendo un pedazo muy largo al que llamó Gundo. La porción sobrante, la única de la que no se preocupó, resultó tener el tamaño justo que buscaba el inventor, a esta parte la llamó Tuto.

Nora, Gundo y Tuto se llevaron bien desde el primer momento —no es de extrañar siendo que habían formado parte del mismo metal— y cada uno encontró en los otros dos el mejor de los complementos. El inventor los puso juntos y colocó sobre ellos una cubierta de cristal para poder observarlos y que su mente se centrara en el presente. Los tres amigos estaban encantados con su trabajo, sólo tenían que avanzar juntos, dar vueltas y disfrutar de la compañía.

Pasaron los días, las semanas y los meses y todo funcionaba a las mil maravillas. El inventor se había centrado y le bastaba con mirar su reloj para pensar sólo en el ahora. Los tres amigos, por otra parte, cada vez se conocían mejor y vivían más felices.

Tuto, el más joven, era el que más disfrutaba del día a día. Le encantaban las historias que contaba Nora, siempre hablando de otras épocas lejanas, y dejaba volar su imaginación con las invenciones de Gundo, un genio a la hora de imaginar mundos futuristas poblados por extraños seres. A veces reía, a veces lloraba, pero nunca se aburría junto a sus dos amigos, nunca se sentía solo. Eran incontables las vueltas que habían dado pero, como eran inseparables, no pensaban nunca en ello.

Una mañana, en una vuelta como otra cualquiera, Nora comenzó a quedarse rezagada, a avanzar con más dificultad. Tuto y Gundo la miraron preocupados —era la primera vez que algo así sucedía— y le preguntaron si se encontraba bien.

—Echo de menos el lugar por el que hemos pasado, era más fácil avanzar, olía mejor y la luz que pasaba por el cristal creaba un arcoíris precioso —dijo Nora suspirando con nostalgia y mirando atrás.

De nada sirvió que Tuto y Gundo intentaran hacerla entrar en razón. Nora ya no disfrutaba tanto como en el pasado y pensaba que antes lo pasaban mejor juntos. Poco a poco, Nora se fue quedando más y más atrás hasta que, una mañana, ya no fue capaz de ver a sus dos amigos. Fue esa misma mañana cuando el inventor miró su reloj y vio que las tres manecillas ya no estaban juntas. Sus ojos se detuvieron en la pequeña varilla que era Nora y el inventor, al verla tan retrasada, no pudo evitar acordarse de aquel tiempo, varios años atrás, cuando diseñó uno de sus mejores inventos. Una pequeña parte de su obsesión volvió junto con ese recuerdo, pero enseguida hizo por eliminarla de sus pensamientos y seguir centrado en el presente.

Tuto y Gundo siguieron avanzando pero, al momento, Tuto se dio cuenta de que su compañero estaba acelerando el paso. Acababa de perder a Nora así que se preocupó mucho cuando vio que podía separarse también de su otro amigo. Tratando de tranquilizarse, Tuto habló con Gundo y compartió con él sus preocupaciones.

—Quiero ver qué hay más adelante, qué nos espera a la vuelta de la esquina —dijo Gundo, excitado— ¿No tienes curiosidad, Tuto?

Tuto lo miró sin entender, habían dado cientos de vueltas, ¿qué curiosidad podía tener? Intentó hacérselo ver a su amigo, pero éste ya había tomado una decisión y avanzó más deprisa hasta que, como pasó con Nora, Gundo desapareció de la vista. El inventor miró el reloj y por poco se cayó de la silla cuando vio que otra manecilla se había separado. Fue entonces, al ver a Gundo tan adelantado, cuando su imaginación soñó con los inventos tan fantásticos que no había construido aún y que traerían más fama y gloria a su vida. De repente, su problema había vuelto y, al observar la separación de Nora y Gundo, volvía a pensar más en el pasado y en el futuro que en el presente.

Tuto se vio por primera vez en su vida solo. No tenía las historias de Nora ni las invenciones de Gundo, sólo contaba con sus recuerdos y con la esperanza de volver a reunirse con sus amigos. Siguió avanzando con menos alegría que antes, más por inercia que por otra cosa, hasta que, más adelante, divisó una forma que le resultaba familiar. Continuó moviéndose y, para su sorpresa, vio que estaba a punto de alcanzar a Nora. ¡Había dado una vuelta más rápido que ella! Tuto se sintió con fuerzas renovadas y saludó con alegría a su amiga. Hablaron un rato, pero enseguida volvieron a distanciarse poco a poco.

—Podrías ir más despacio, Tuto, así volveríamos a estar juntos como antes. Te contaría historias y seríamos tan felices como al principio —dijo Nora al ver que su compañero se alejaba.

Tuto meditó la tentadora oferta de su amiga y se planteó el aceptarla, pero al momento supo ver que nunca volvería a ser como al principio. Nora perseguía un sueño imposible y era incapaz de darse cuenta. Tuto se despidió con una disculpa. Al rato volvió a estar solo: echaba de menos a su amiga.

El tiempo pasó y la angustia de Tuto creció al mismo ritmo que la obsesión del inventor. Estaba inmerso en sus pensamientos cuando una voz familiar lo sacó de ellos dándole un susto de muerte. ¡Gundo lo había alcanzado! Una vez más, tal y como le pasó con Nora, Tuto recuperó la alegría al ver a su amigo. Parecía una eternidad desde la última vez que se habían visto y Gundo tenía muchas cosas que contar, tantas que los dos amigos empezaron a distanciarse de nuevo mientras éste hablaba.

—Tienes que venir conmigo, Tuto, es increíble. No puedo esperar a ver lo que hay más adelante, siempre me sorprendo. Ven conmigo y estarás mucho mejor que ahora —dijo Gundo intentando convencer a su amigo.

Tuto se negó tal y como se había negado a la propuesta de Nora. Era fácil pensar que las cosas podían ser mejores, pero Tuto sabía lo peligrosas que son las expectativas y las esperanzas. No, se dijo a sí mismo, él seguiría avanzando como siempre, sin mirar atrás o adelante.

Paso tras paso, Tuto tuvo acabó por darle vueltas de nuevo en las ofertas de sus amigos. Pensaba en las propuestas de Nora y Gundo y se preguntaba si había tomado la decisión correcta. Tuto se sentía muy solo pero, con el paso del tiempo, aprendió a disfrutar de su propia compañía y del momento en el que se encontraba. El inventor, por su parte, al ver las manecillas separadas, se rindió definitivamente a su obsesión. Lo que ninguno de los dos esperaba es lo que sucedió en un momento dado. Tuto alcanzó de nuevo a Nora y, cuando estaba a punto de saludarla, escuchó de nuevo la voz de Gundo tras él. La alegría no pudo ser mayor, ¡estaban los tres juntos! Tuto estaba más feliz que nunca y lo mismo podía decirse de sus dos amigos. Hablaron hasta que volvieron a separarse, pero esta vez no fue una despedida triste porque sabían que se juntarían otra vez. El inventor, que ya daba por inservible su invento, sintió una inmensa dicha cuando vio las tres agujas juntas de nuevo. En ese instante dejó de preocuparse por el tiempo y vio que por mucho que recordara su pasado y pensara en su futuro ambos se unían en el presente. De la misma forma Tuto supo que, por mucho que Nora quisiera volver atrás y por mucho que Gundo quisiera adelantarse, los tres amigos se encontrarían siempre.

TIERRA

Publicado: 30 junio, 2013 en Relatos
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La menuda criatura observaba el chalet, oculta entre los arbustos. Medía poco más de cincuenta centímetros y su pequeño cuerpo era un amasijo de pliegues y arrugas. Era un duende de tierra clásico, tal y como han sido todos los duendes de tierra siempre: pequeños y arrugados, como la tierra de la que proceden. Este duende en concreto era lo que nosotros llamaríamos un macho, aunque eso tiene poca relevancia para ellos, y vestía lo que parecían ser unas bermudas verdes con un chaleco a juego. El material de la ropa no se parecía a ninguno de los empleados en prendas humanas, era más bien una suerte de musgo o liquen.

No había ni una sola luz en la vivienda que el duende observaba, la oscuridad reinaba y los sonidos del campo poblaban la noche. La criatura movía inquieta sus nudosas manos sin despegar en ningún momento sus diminutos y brillantes ojos del moderno chalet. Respiró hondo dejando que sus pulmones se llenaran del aroma del verano y espiró sintiéndose mucho más relajado. Dio un pasito hacia delante y se encontró totalmente expuesto a unos veinte metros de la puerta principal de la casa. Una ventana se iluminó y el duende se quedó petrificado en el sitio fundiéndose con el entorno gracias a su camuflaje. La luz desapareció y el pequeño intruso avanzó con pasos cortos y rápidos hasta que se plantó frente a la entrada.

La criatura no trató de alcanzar el pomo de la puerta, no podía entrar por ahí y lo sabía (las criaturas mágicas como los duendes de tierra no pueden abrir puertas construidas por los humanos). Esta limitación no los mantiene aislados, ni mucho menos, existen infinidad de portales adaptados a cada especie mágica y todas ellas saben cómo utilizarlos. El duende de tierra se dirigió hacia un punto cercano del porche y palpó la pared de la casa. Sus manos se deslizaron por el recubrimiento de madera hasta que llegaron a un punto en el que las placas se habían separado dejando el desnudo ladrillo al descubierto. La criatura juntó las palmas de las manos y empezó a frotarlas con determinación. Un tenue brillo verdoso se extendió desde sus dedos hasta sus muñecas, en ese momento separó las palmas y las posó con suavidad sobre el ladrillo de la pared. El duende, al igual que el ladrillo, era hijo de la tierra y, al encontrarse ambos, se fundieron en uno y la criatura atravesó la pared. Reapareció en el interior de la casa todavía con ese áurea mágica iluminando tenuemente toda la estancia. Conocía el lugar a la perfección y se encaminó con presteza hacia la habitación que tantas otras veces había visitado.

El dormitorio estaba al lado del salón, al fondo de un largo pasillo con fotos familiares en las paredes. Por suerte para el duende, la puerta de este cuarto siempre estaba entreabierta así que pudo deslizarse dentro sin necesidad de utilizar su magia. La excitación se apoderó de nuevo del pequeño duende mientras se acercaba a la única cama de la habitación y trepaba por ella. Los movimientos de la criatura eran silenciosos y lo único que se oía era la respiración de la persona que dormía en el lecho. Cuando llegó hasta arriba, al duende le brillaron los ojos como la primera vez que la había visto jugando en el jardín. En la cama dormía Clara, una preciosa niña de siete años con una tupida mata de pelo rizado y negro como el azabache.

El duende suspiró tiernamente y se aproximó a la cabecera de la cama, a la cabeza de Clara. Cuando estuvo a su misma altura se quedó embobado viendo a la niña respirar rítmicamente. Con una de sus nudosas manos le apartó un rizo que le caía sobre la cara, se acercó y le dio un tímido beso en la mejilla. El duende no se demoró más rato, le colocó a Clara bien la manta y descendió hasta el suelo una vez más. Una última mirada con sus ojillos brillantes le bastó como despedida antes de abandonar el dormitorio de la niña. Justo cuando el duende volvía a salir a la negra noche, Clara se despertaba en su cama y respiraba el familiar olor a tierra húmeda que siempre olía por las noches, después volvía a cerrar los ojos sintiéndose protegida y feliz.

Continuamos con los ejercicios de escritura de la APP iDeas for Writing* del portal web Literautas.

*Para más información sobre la aplicación, pincha aquí.

Iván llevaba varios días sin acudir a trabajar al bar. Le había dicho a su jefa que se encontraba mal, que había pillado uno de esos virus que están tan de moda, pero la realidad era otra. Iván siempre andaba con problemas de dinero y buscando atajos para dar el pelotazo y poder costearse todos sus caprichos. El último intento lo había tenido hacía ya una semana y ahora continuaba sufriendo las consecuencias de sus actos. Era víctima de una terrible maldición que había caído sobre él al robar en casa de una anciana africana. La víctima del robo era famosa por atesorar valiosos objetos tribales, así que Iván pensó que podía venderlos y sacar una buena tajada. Desde que había profanado las pertenencias de la africana, el camarero sufría los efectos de una poderosa magia negra que hacía que Iván fuera perdiendo progresivamente la vista.

El miedo había mantenido al joven recluido en casa, temeroso de volver a la escena del crimen y quedándose ciego día a día. Una mañana, Iván se levantó de la cama y, por unos momentos, fue incapaz de distinguir los números del despertador que había en su mesilla de noche. Viendo su ceguera inminente, metió en una bolsa el ídolo de ébano que había robado y se encaminó al hogar de la bruja africana. Parecía que la maldición era consciente de la decisión que había tomado Iván ya que, para su desgracia, aceleró el proceso degenerativo nublando la vista del camarero con el paso de las horas.

El camino, que debería haber recorrido en escasos minutos, parecía haber cambiado y ya estaba anocheciendo cuando Iván, prácticamente ciego y agarrando la figura de madera con fuerza, llegó a la puerta de la vivienda en la que se encontraba la africana. A efectos prácticos se podría decir que Iván era totalmente ciego porque, pese a no haber perdido toda la vista, la noche hacía que le fuera imposible distinguir ninguna forma. El joven aporreó la puerta incapaz de aceptar su trágico destino, pero la entrada de la casa permanecía cerrada y no se escuchaba ni un solo ruido en el interior.

Gotas de sudor caían por la frente del ciego mientras manoseaba las paredes buscando una ventana. Cuando por fin dio con una, descargó su puño contra el cristal haciéndolo añicos y destrozándose la mano en el proceso. Sangraba cuando se encaramó al alfeizar y se dejó caer pesadamente en el interior de la vivienda. Cayó sobre el frío suelo, algo extraño ya que recordaba que la casa estaba totalmente abarrotada de objetos, no había ningún lugar tan vacío como en el que se encontraba ahora. A gatas, palpó el suelo a su alrededor sin encontrar rastro alguno de muebles o antigüedades. Los nervios hacían mella en él y sus movimientos se volvían cada vez más torpes e incontrolados, ¡no podía haberse equivocado de lugar, sabía que estaba en el sitio correcto!. Iván abrazó con fuerza la figura de ébano y se quedó hecho un ovillo en el suelo sin dejar de gimotear. Su mente se había quebrado.

Una luz incandescente iluminó toda la estancia a la vez que los ojos de Iván recobraban la vista. El joven dejó de sollozar y alzó la vista buscando la fuente de la luz. Donde antes no había nada, ahora se encontraba erguida la bruja africana que miraba a Iván sonriendo con crueldad. Éste abrió la boca para decir algo, pero, en ese instante, la bruja chasqueó los dedos y desapareció llevándose con ella la luz de la habitación y la vista de Iván. Se quedó agarrando el ídolo por el que había pagado con sus ojos.

BURBU

Publicado: 13 junio, 2013 en Relatos
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Érase una vez, en el más lejano de los reinos de Cecv, un anciano pescador que vivía a las orillas del vasto mar de los escalofríos. Burbu, pues así se llamaba nuestro pescador, salía de su choza al despuntar el alba y pasaba en el mar todo el día hasta que se ponía el sol. No conocía los fines de semana o los descansos, Burbu sólo vivía para la pesca y, todo sea dicho, era realmente bueno en esa tarea.

Resultó que un día como otro cualquiera Burbu salió en busca de peces y cuál fue su asombro cuando, de entre sus redes, vio asomar la cabeza de un niño de no más de 8 años. Jeren, pues así se llamaba el muchacho, tenía el cuerpo empapado en agua de mar, así que el anciano pescador lo llevó a su cabaña y lo colocó frente al fuego.

Cinco días con sus cinco noches pasó Jeren frente al chisporroteante fuego de la chimenea de Burbu y seguía empapado. El viejo se preocupó, no sabía cuánto tiempo podría aguantar el frágil cuerpo del niño en esas condiciones, pero por más mantas que le echaba encima no había forma de secar todo el agua.

Burbu dejó de salir a pescar, todos sus pensamientos estaban centrados en el empapado niño. Lo miraba tiritar de frío y clamaba en silencio a los cielos en busca de una solución. Un día Jeren se acercó hasta Burbu. Sus pies dejaban diminutos charcos de agua a su paso pero su cuerpo no perdía un ápice de humedad. El niño se plantó frente a los ojos del cansado anciano y, para desconcierto del pescador, puso sus pequeñas manos en las arrugadas mejillas de Burbu y miró en sus pupilas buceando en el alma del viejo.

Burbu fue incapaz de pegar ojo después de ese extraño suceso y, por más que el anciano lo intentó, el niño no volvió a repetirlo. Los días parecían ser iguales pero, sin embargo, Burbu experimentaba un sentimiento que hacía muchos años que no tenía: tristeza.

El corazón de piedra del viejo marinero se resquebrajaba conforme más miraba a Jeren. Burbu dejó aflorar vivencias pasadas que había enterrado en lo más profundo de su alma: la pérdida de su casa en la ciudad, la decepción en los ojos de sus padres cuando se marchó, e incluso la muerte de su esposa y su hijo. Eran sentimientos que creía haber olvidado y que ahora golpeaban su pecho como las olas que machacaban los acantilados.

Burbu pasó un tiempo asimilando tanto dolor. Una mañana, una solitaria lágrima se deslizó por la curtida mejilla del pescador, una solitaria lágrima y el pelo de Jeren se secó. No había ni rastro de agua. Como si hubieran abierto una presa, Burbu se derrumbó y lloró durante dos días enteros mientras el niño se secaba. Por fin, cuando el llanto cesó, el anciano levantó la cabeza y sus ojos enrojecidos buscaron a Jeren, pero no estaba allí. Burbu preparó un hatillo con sus escasas pertenencias y abandonó su cochambrosa cabaña sin mirar atrás.

Burbu no volvió a enterrar su pena, la compartió y la sufrió cada vez que fue necesario y nunca dejó de buscar a Jeren para agradecérselo. Su choza fue engullida por el inexorable paso del tiempo y jamás nadie volvió a vivir en esa playa junto al mar de los escalofríos.

LA CAJA

Publicado: 9 junio, 2013 en Relatos
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El héroe dio un grito en la isla desierta, pero sólo obtuvo silencio como respuesta. Volvió a gritar, como si cien cuernos sonaran al mismo tiempo, pero el silencio salió a su encuentro una vez más. Apoyó las manos sobre sus rodillas y recuperó el aliento con dificultad. De sus amplios pectorales cubiertos de vello todavía chorreaba el agua salada del mar. Llevaba los restos de un pantalón de marinero, iba descalzo y sus pies sangraban por los múltiples cortes que se había hecho con las rocas de la orilla.

Tras unos minutos inmóvil, el héroe se irguió proyectando una gran sombra que se fundía con la que proyectaba un pequeño bosque que crecía a escasos metros. Agotado y sin una noción clara de hacia dónde dirigirse, el héroe recogió un largo tablón de madera procedente del naufragio y se internó entre los árboles sin ningún tipo de temor o precaución.

Pasó varias horas abriéndose paso a través del follaje que, conforme se internaba en la isla, parecía hacerse más denso e impenetrable. Luchando con su improvisado garrote, el héroe partía ramas y apartaba de su camino plantas y arbustos. Avanzaba despacio pero a un ritmo imparable, era como un cuchillo caliente cortando mantequilla y sonreía al ver que el bosque se plegaba a su voluntad.

Finalmente, cuando golpeó con el madero, su brazo no encontró la resistencia a la que se había acostumbrado. Dio un paso más y se vio en el extremo de un claro en el que no crecía ni un solo árbol. El héroe parecía no acusar los cientos de heridas que surcaban sus poderosos brazos que, cubiertos de sudor, se mantenían en tensión pese a la calma que reinaba en el claro. En el centro de este inesperado oasis había una caja metálica no más grande que un cerdo de granja. El héroe se apresuró a acercarse hasta el cofre para examinarlo más detenidamente. No tenía ningún cierre a la vista, ni inscripción ni marca conocida de ningún tipo. El metal parecía hierro pero, extrañamente, el náufrago sabía que no era hierro. Sopesó el garrote en su mano y ensayó la trayectoria del golpe que iba a asestar a la caja metálica. Empuñó la madera con las dos manos, la alzó y la descargó con una violencia y una fuerza que hicieron que se marcaran toda la musculatura de su torso. Las astillas volaron en mil direcciones a la vez que el tablón se rompía. La caja no presentaba ninguna prueba de haber sido golpeada.

El sol se puso, pero el héroe se resistió a dormir incapaz de abandonar el misterio de la indestructible caja. Probó a levantarla y, pese a su titánica fuerza, no pudo alzarla ni un centímetro del suelo. Empujando no tuvo más éxito y, mientras sus fuerzas se debilitaban, las horas se sucedían y la caja prevalecía. Recogió piedras que pesaban más que un hombre adulto y las dejó caer sobre el cofre sin conseguir dañarlo, estaba perdiendo esta batalla.

Los ojos del héroe, en el pasado francos y valientes, se iban empañando poco a poco con el fantasma de la locura. La caja resistía y eso era algo que no quería aceptar, que no podía concebir. Su mente fue fallándole progresivamente y el instinto más primitivo sustituyó sus pensamientos racionales. El héroe, después de varios días, murió con los puños ensangrentados como resultado de haberla emprendido a puñetazos contra la caja. Murió junto a esta, sin haberla abierto y sin saber que, de haber superado su obsesión, habría atravesado el bosque y se habría reencontrado con aquellos a los que quería y que, con un espíritu igualmente indomable, no habían dejado nunca de buscarlo.

¿Que qué había en la caja? Sólo lo que uno estuviera dispuesto a dejar en ella.